En las últimas semanas, ha cobrado fuerza el debate acerca del aceite de palma, centrado especialmente en los aspectos nutricionales de esta materia prima. En el trasfondo de la polémica, se encuentran cuestiones tan diversas como las económicas, sociales, políticas y medioambientales, por citar sólo algunas, además de estudios, a distintos niveles de confirmación científica, sobre su valor nutricional. Mezclar opiniones con datos científicos no es la mejor manera de generar en la sociedad una visión objetiva del tema. El aceite de palma se produce mayoritariamente en el Sudeste asiático y en otras zonas tropicales del planeta. Económicamente, es uno de los aceites de menor coste y compite con los de soja, girasol y colza, sobre los que tiene, además del precio, claras ventajas en lo que se refiere al aporte de textura a los productos de cuya composición forma parte y su mayor resistencia al enranciamiento, debida al elevado porcentaje de ácidos grasos saturados que intervienen en su composición.
Aumentar su producción conlleva la deforestación de zonas selváticas, si bien en este terreno está siendo determinante la actuación de algunas ONG que han puesto en marcha iniciativas encaminadas a asegurar el equilibrio entre la sostenibilidad ambiental y social y la producción alimentaria, a las que se ha sumado parte de los utilizadores. Este entorno medioambiental y de competencia mueve argumentos en contra su uso y con especial énfasis se culpabiliza a la
industria alimentaria, el sector más sensible por su influencia en la salud. Pero el sector alimentario no es el consumidor mayoritario de aceite de palma, que lo utiliza en menor proporción que otros sectores productivos.
Si nos centramos en su uso alimentario, lo primero que aclarar es que no existe un problema de seguridad alimentaria vinculado al uso del aceite de palma. La Agencia Española de Consumo, Seguridad Alimentaria y Nutrición (AECOSAN), afirma que «no existen, a día de hoy, motivos de seguridad alimentaria que justifiquen una prohibición».
En lo que se refiere a su incorporación a nuestra dieta, es verdad que debemos tener en cuenta su alto contenido en ácidos grasos saturados (50% de ácido palmítico, aproximadamente), pero conviene aclarar que el ácido palmítico y otros ácidos grasos saturados están en todos los aceites vegetales (8-12%) y aún en mayor cantidad en el aceite de coco, mantequilla, margarinas y en las grasas animales (cerdo, buey, jamón (35-40%)). Por tanto, considerando la necesidad de asegurar el equilibrio composicional de la grasa ingerida, la UE señala como recomendación no sobrepasar el 30% de ácidos grasos saturados (algunos de ellos necesarios) sobre la ingesta total diaria de grasas. O, expresado de otra forma, que su aportación energética diaria no supere el 10% de las necesidades calóricas totales. Para una dieta equilibrada, las recomendaciones en ambos casos son coincidentes.
Visto lo que antecede, la crisis del aceite de palma debe llevar, desde su aspecto alimentario, a la búsqueda por parte de la investigación de la industria elaboradora de aceites y grasas a productos con propiedades físicas, de textura, y químicas de estabilidad, que sean una buena alternativa técnica a las empresas elaboradoras de alimentos y a la vez una mejor alternativa nutricional por la reducción de saturados.
Para asegurar que el consumidor dispone de la información adecuada, la UE ha determinado la obligatoriedad de citar en el etiquetado de los productos alimenticios el contenido de ácidos grasos saturados en el total de grasas. Esta información permite al consumidor conocer de forma precisa la composición de los alimentos que consume y ajustar su dieta en base a la ingesta recomendada de ácidos grasos saturados de distintas procedencias. Para el cuerpo humano y, por tanto, para la salud es irrelevante si el ácido palmítico procede de la palma, del olivo o del jamón. Lo importante es que la ingesta total diaria de la composición de las grasas se ajuste a las recomendaciones de los expertos.
Es importante, pues, informar y formar al ciudadano para que pueda optar por la dieta más adecuada a sus circunstancias personales. Afrontar estos temas de manera sesgada, retirar productos de los lineales o crear alarmas innecesarias no es el mejor camino para generar confianza en los consumidores.
Constantemente se trabaja para validar y fijar los niveles de seguridad por parte de instituciones internacionales expertas, que valida y oficializa la European Food Safety Authority (EFSA), lo que garantiza la seguridad de los productos alimenticios comercializados actualmente en la UE, que cuenta con una de las legislaciones más exigentes a nivel mundial. La ciencia no es una referencia inmóvil sino que va ajustando objetivos en función de sus resultados y, muy importante, de la precisión y fiabilidad de sus equipos y medición.
En consecuencia, deberíamos cambiar la cultura del “no contiene” por la de Ingesta Diaria Admisible —cantidad autorizada y cien veces inferior a la inocua como factor de seguridad— (IDA). Estamos en un mundo emocional pero gobernado por la racionalidad de la ciencia y la tecnología. Aplicado al mundo alimentario, equivaldría a preservar las emociones para el placer gustativo sin perder de vista la importancia de alimentarse de forma saludable.
El alquimista Paracelso (siglo XVI) ya auguró la complejidad de la seguridad alimentaria al afirmar que «No hay venenos sino dosis». Hoy la ciencia confirma esta visión. El conocimiento científico nos permite vivir seguros pero necesitamos formación e información fiable sobre el sistema alimentario sostenible, su relación con el medio ambiente, la salud y el derecho a una alimentación sana y equilibrada. La formación e información adecuada al ciudadano son los factores clave que pueden evitar situaciones equívocas.
En resumen, la culpa fácil y el oportunismo deben ser sustituidos por el conocimiento basado en criterios científicos, la colaboración entre instituciones y la aceptación del consenso con el objetivo común de producir más y mejores alimentos, equilibrando lo global con lo local. Y en ningún caso crear alarmas innecesarias ni promover la desinformación de la sociedad, especialmente en lo que se refiere a un tema tan sensible como son la alimentación y la salud.
Articulo elaborado por la Fundación Triptolemos y revisado por: Abel Marine (Profesor emérito Universidad de Barcelona), Jordi Salas (Profesor Universitat Rovira i Virgili), Socorro Coral (Profesora UNED) , Emilio Martinez de Vitoria y Ángel Gil (Profesores Universidad de Granada y
Fundación Iberoamericana de Nutrición), Fernando Moner (Presidente de CECU).